Por
Denisse Espinoza
Articulo

Este 5 y 6 de diciembre en Casa Palacio, el festival de arte, estética y tecnopolítca vuelve para rescatar lo que vibra bajo la superficie del código: los afectos, los datos, los cuerpos. Bajo el lema “Crónicamente online”, el evento hace un llamado a reapropiarnos de esta realidad tecnologizada donde lo puramente natural ya no existe. Aquí, dos artistas cuentan cómo han entrelazado lo humano y no-humano en sus trabajos.

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Hubo un tiempo —y no fue hace tanto— en que Internet parecía un territorio abierto, casi salvaje. Un espacio donde las páginas estaban hechas a mano, donde cada usuario podía ser aprendiz, arquitecto y visitante, todo al mismo tiempo. Foros, wikis, blogs ardían como fogatas comunitarias donde no se pedían permisos ni tarifas. La navegación era un gesto amateur, colectivo y experimental; una forma de aprender haciendo, sin intermediarios ni algoritmos que dictaran lo que se debía ver. Se pensaba que Internet era una red viva, sin dueños —o donde todos éramos dueños—, y donde cualquiera podía levantar su propio servidor, su pequeño reino improvisado en HTML.

Sin embargo, llegaron las grandes plataformas, perfeccionaron sus sistemas de control y recolección de datos, domesticaron las experiencias y convirtieron la exploración en un pasillo guiado. Si al principio la red era un campo de juego, hoy se parece más a un centro comercial infinito, donde cada movimiento genera un dato, y cada dato alimenta una maquinaria que nadie ve del todo, pero que nos domina. En esa transición —del caos creativo a la arquitectura corporativa— se perdió algo, o al menos se volvió más difícil de escuchar: la posibilidad de pensar la tecnología desde la autonomía y no desde la dependencia.

En ese intersticio —entre lo que Internet fue y lo que podría volver a ser— fue que en 2013 apareció Primavera Hacker, un festival organizado por el colectivo Hackería, integrado por Christian Oyarzún y Daniel Tirado y apoyado por el Departamento de Diseño de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile (FAU) y el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA). En sus primeros años, las temáticas rondaban la circulación de conocimientos masivos en la red y el desarrollo de las tecnologías de fabricación digital en un contexto ligado al diseño. Desde 2016, el evento se ha enfocado cada vez más en lo político: en el activismo digital y seguridad para organizaciones sociales, articulando el encuentro entre personas, colectivos y organizaciones de distintos países de Latinoamérica.

“La tecnología no es un espacio neutral: es un terreno de disputa. Mantenerse más de una década tiene que ver con la convicción de que nadie va a defender un Internet libre si no lo hacemos colectivamente”, plantean desde el colectivo organizador.

Este 5 y 6 de diciembre, Primavera Hacker vuelve y se desarrolla en Casa Palacio (Alameda #2133), bajo el lema “Crónicamente online” y con 5 ejes temáticos: “Arte y estética computacional”, “Política, ética y aceleracionismo”, “Hardware, tácticas y materialidad”, “Ciencia y conocimiento” y “Hacking y seguridad ofensiva”. El festival que pasó del “hazlo tú mismo” al “cómo disputarnos el poder tecnológico” se alza como un encuentro para compartir conocimiento, pero también para hacer resistencia activa, intentando desviar el curso que va tomando el desarrollo tecnológico a uno que beneficie tanto a los humanos como a los no-humanos. “La frontera entre cuerpo y plataforma se volvió borrosa. No basta con retirarse del capitalismo ni con usar software libre: hay que tensionar, legislar, intervenir el sistema existente”, explican desde la organización. Y agregan: “Somos plenamente conscientes del peligro que representa el auge del fascismo y la ultraderecha en Chile y en la región: la pérdida de derechos sociales, la normalización de la vigilancia, y el avance de discursos y políticas de odio hacia diversos sectores sociales, entre otras cosas. Esta edición es una respuesta activa frente a un escenario donde la infraestructura pública, los derechos digitales y la imaginación política están en riesgo. Ofrecer un espacio de conversación y experimentación técnica atento a los cuidados que requiere nuestra comunidad es una forma de resistencia concreta”.

En esa línea, el arte aparece como un cruce sensible y necesario entre tecnología y política; y donde la premisa del festival es no limitarse a exhibir resultados como si fuese una mera exposición de obras, sino proyectar los procesos que están viviendo los artistas con sus obras y cómo están trabajando con distintas versiones, logs, sistemas generativos, archivos y documentación. “La muestra se llama Lore Iterativo y reúne trabajos que exponen sus propias capas técnicas: el lore —entendido aquí como la memoria o documentación del proceso, más que como una ficción decorativa— se manifiesta como acumulación de metadatos, presets, prompts, documentación. La idea es que el público no solo 'mire pantallas', sino que pueda leer la infraestructura sensible detrás”, advierten quienes organizan el encuentro.

Sentir los datos

En el eje “Arte y estética computacional” hay lugar para performances conceptuales, para conocer la materialidad del código, el dato, la máquina; y, sobre todo, sus fricciones con el mundo. En esta edición, dos obras condensan ese espíritu desde lugares distintos, pero conectados por la pregunta sobre la percepción: cómo vemos, cómo escuchamos, cómo nos registramos en lo digital y lo natural.

La artista e investigadora G10r (Concepción, 1995), presenta Jardín Nacional, una pieza que funciona como una orquesta climática del país entero. La obra toma datos meteorológicos en tiempo real —temperatura, viento, precipitaciones, humedad— y los convierte en crecimientos fractales y drones sonoros que emergen como organismos vivos en pantalla. Son 16 capitales, ordenadas desde sonidos agudo a graves: un Chile que respira, se agita y fluctúa. “Me interesa conectar ciclos naturales con dimensiones que parecen no comunicarse: bacterias, clima, microformas. Llevo los datos a lo visual y sonoro para darles otro cuerpo”, dice la artista.

G10r trabaja con L-Systems, funciones matemáticas que simulan crecimiento rizomático. Las imágenes que genera recuerdan tanto a las placas Petri —recipientes de laboratorio donde se cultivan microorganismos y que revelan formas vivas, ramificadas— como a las galaxias del universo, infinitas y expansivas. En ese cruce entre lo micro y lo macro, el sonido, compuesto a partir de drones envolventes, se acerca a una suerte de mantra especulativo, casi alienígena.

Hay algo profundamente sensible en esa traducción: el clima deja de ser un número en una API (interfaz digital que entrega datos meteorológicos en tiempo real) y se transforma en un cuerpo que muta, que registra; un organismo que se ilumina y oscurece con los cambios del territorio. Jardín Nacional funciona así como una interfaz afectiva del país: un modo de sentir el dato antes que comprenderlo.

“Si usamos los datos para el ocio, para el disfrute o la especulación, ya estamos hackeando su uso corporativo”, afirma G10r, quien estudió Arte en la Universidad de Chile y luego cursó la carrera de Ingeniería en Conectividad y Redes. “Mi idea era poder acceder a más estabilidad económica, pero también el tema de lo transdisciplinario siempre me interesó, quería poder sumergirme más en la tecnología y poder enlazarla con el arte”, explica.

Ahora, G10r combina sus investigaciones artísticas con su trabajo como coordinadora del FabLab de la Universidad Autónoma, donde ayuda a ingenieros y diseñadores a elaborar sus proyectos tecnológicos. “Ahí tengo máquinas 3D, corte láser, componentes electrónicos, circuitos y los ayudo a sus investigaciones, por ejemplo, cómo usar una cinta transportadora, mover un puente o una máquina robótica, es creatividad pero al servicio de la innovación”, comenta.

En su caso, G10r ha aplicado sus conocimientos en ideas artísticas. En su obra Deseos maquínicos, programó una cámara con inteligencia artificial, para detectar a personas según áreas de encuadre y luego la hizo interactuar con el programa AudioStellar, donde introdujo distintos audios de voces (también hechas con IA), que pronunciaban las palabras “deseo” y “máquina”. Los tracks de audio van sonando, mientras la persona se va acercando y alejando de la cámara. A su vez ambos se traducen en formas visuales de distintos colores, que van mutando y expandiéndose en la medida en que se afectan la multiplicidad de datos entre sí.

“En este último tiempo estoy volviendo a insertarme en el mundo del arte y ha sido un proceso de 'compostaje', de comprender para dónde iba mi obra y cómo esta se relaciona con mi identidad. Como persona trans, no binaria, la práctica artística implica salir de las dicotomías, de los contrarios, de entender mi configuración como algo subjetivo que se afecta y que puede tener distintas formas”, sostiene G10r.

En tanto, el artista y docente Mauricio Román Miranda (Valparaíso, 1978) trabaja en una arqueología digital de lo íntimo. Su obra Metrón lleva una década desarrollándose, y en ella reutiliza un escáner AGFA de los años 90 —revivido gracias al sistema operativo de código abierto Linux— para registrar manos y rostros. La obra existe como una especie de contraarchivo: una acumulación de miles de imágenes obtenidas cuando una persona se acerca a cierta distancia al sensor y activa el barrido de luz.

“Me interesaba capturar ese gesto casi rupestre de poner la mano. Había algo primitivo y tecnológico a la vez”, explica Román. Lo más interesante, sin embargo, es lo que ocurre cuando no hay cuerpo: cuando el sensor sigue funcionando y registra vacíos, huellas olvidadas, estelas de luz. Imágenes donde no aparece nadie, pero queda el rastro de alguien. “Yo la describo como una obra 'rolling release', porque está en constante actualización. Además, funciona como un contraarchivo porque hay cuerpos, pero no son reconocibles por la máquina. Entonces en ese sentido me permite jugar con el anonimato, con cuerpos no indexables”.

En la “poética hacker” de Román, lo técnico se abre hacia lo relacional: las manos acumuladas se vuelven una especie de red, un micelio de gestos y presencias. Como si la máquina, pensada para documentos, se desviara hacia una arqueología involuntaria del tacto. “Tengo aproximadamente unas 7.000 imágenes de rostros y manos. En algún momento me gustaría hacer una gran muralla de escáners, me imagino unos 100, que tuvieran teclas de luz y que también emitieran sonido, me gustaría orquestarlos”, cuenta el artista.

Metrón, Mauricio Román

Otra de las obras importantes de Román es Mycelia, que nace luego que el artista se mudó de Valparaíso a Valdivia, donde se introdujo en el fascinante mundo de los hongos. En Mycelia, el artista crea una experiencia audiovisual procesando en tiempo real datos del comportamiento natural del micelio, ejecutándolos tanto en sonido, como en gráficas visuales, usando softwares computacionales como Tidal Cycles, Python y TouchDesigner. La obra fue exhibida en la Sala Juan Egenau de la U. de Chile, en la Bienal de Arte de Valparaíso y en el Museo Interactivo Mirador.

Así como el micelio –red subterránea de filamentos– de los hongos conecta árboles, territorios y organismos invisibles en una red que sostiene la vida, el trabajo de Román busca articular tecnologías, cuerpos y afectos en una misma trama. Para él, lo técnico nunca está separado de lo humano; es justamente en esa fricción donde aparecen nuevas formas de cercanía. “Mi interés ha sido religar, conectar, vincular cuerpos, tecnologías, afectos”, afirma, entendiendo la tecnología no como una herramienta fría, sino como un medio sensible para tejer relaciones. 

Para Román, la tecnología no debería aislar a las personas –como hoy lo hacen los algoritmos–, sino que debería habilitar los encuentros: las prácticas digitales deben recuperar su dimensión afectiva y común. Asimismo, el artista describe su trabajo como “poesía hacker”, cuando lo técnico deja de ser solo funcional y se vuelve una forma de sensibilidad. “El camino entre lo técnico y lo poético lo veo en cómo algunas prácticas logran abrir procesos, mostrar sus capas, intervenir lo cerrado. Para mí eso es poesía hacker”, dice. “No se trata de dominar una herramienta, sino de desobedecerla, desviarla hacia otros fines, revelar lo que normalmente queda oculto en el flujo digital”.

En medio del contexto político que vive Chile marcado por la avance de la ultraderecha y la disputa por la infraestructura digital, Primavera Hacker insiste en algo que parece simple, pero no lo es: pensar la tecnología es pensar los cuerpos, los afectos y los futuros que queremos habitar en colectivo.

Escrito por

Denisse Espinoza

Periodista egresada de la Universidad de Santiago de Chile. Trabajó durante una década en la sección Cultura de La Tercera, donde cubrió temas de artes visuales, arquitectura y fotografía. Fue jefa de contenidos de Fundación Teatro a Mil. Hoy es subeditora de revista Palabra Pública.

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